Crónica de un proceso
A mediados del año 2019 viajé a Santiago de Cuba acompañado por el artista Tomás Lara para presentar la edición especial de la revista Artcrónica en su versión impresa, dedicada a la escultura cubana. La invitación partió de la Fundación Caguayo (que contribuyó al financiamiento de la misma); y la presentación la hicimos en la sede de la filial de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, con la presencia de su ejecutivo de dirección y un número considerable de miembros de la sección de artes plásticas.
Después de realizar con éxito la entrega de la publicación, solicitamos hacer un recorrido por el circuito galerístico de la provincia; visitar algunos estudios particulares e instituciones con las que manteníamos contactos frecuentes: tanto desde la condición de Tomás Lara como escultor y director de la CODEMA, como desde mi desempeño como crítico de arte, curador y editor. Al menos yo, hacía algunos años que no visitaba esa entrañable ciudad y quería conocer de primera mano cómo marchaba la producción artística; constatar el espíritu creativo que imperaba en ese momento, y descubrir alguna figura emergente para promover a través de mis plataformas editoriales. Mi recorrido –y supongo que el de Tomás Lara– estuvo caracterizado por contactos e impresiones alentadoras; pero también por algunas aproximaciones un tanto decepcionantes. Comprobamos, por ejemplo, que habían surgido nuevos espacios para la confrontación cultural y la difusión de las artes visuales del territorio, como la galería René Valdés Cedeño de la propia Fundación Caguayo, con un excelente programa de muestras de artistas nacionales que abarcan múltiples manifestaciones y tendencias. Conocimos del proyecto cultural y recreativo coordinado por el grabador y pintor Israel Tamayo. Pudimos comprobar que algunos centros tradicionales hacían todo lo posible por mantenerse activos y en capacidad de continuar ejerciendo su labor de convocatoria; pero corroboramos que otros sitios emblemáticos languidecían frente a la mirada indiferente de algunos funcionarios y creadores.
Por suerte para nuestra reactualización, y como modo de compensar un poco esa dosis de insatisfacción que teníamos a punto de la partida, el recorrido por el circuito artístico santiaguero concluyó con la visita a la muestra del joven creador Alejandro Lescay, titulada Silencio, en la galería Arte Soy. Aquella exhibición podía estar sujeta a algunas mejorías curatoriales, que le señalamos Lara y yo debidamente, y que él asimiló con muchísimo respeto. Pero lo más importante era que revelaba, con absoluta claridad, una voluntad de reflexión cívico-filosófica en torno al contexto local y nacional; y ponía en evidencia una serie de inquietudes técnicas que apenas alcanzábamos a entrever en otras obras apreciadas durante nuestro recorrido.
Era imposible no darnos cuenta de que la producción de Alejandro Lescay estaba transitando con eficacia por un camino de experimentaciones metodológicas, alegóricas y estéticas. Notábamos, incluso, que varias de sus imágenes cargaban con un sedimento visual y estilístico proveniente en buena medida del quehacer creativo de su padre: el reconocido escultor y pintor Alberto Lescay; pero que él trataba de rebasar y canalizar a través de otros procedimientos.
Un segmento importante de aquellas imágenes de la exposición Silencio tomaba como referente al individuo cotidiano, y lo sumergía a través del retrato dentro de una atmósfera densa, dramática, erigida a partir de la contraposición entre pinceladas gestuales y chorreados, efectos de luminosidad y penumbra. Desde un punto de vista personal, presentí que el artista aspiraba a alcanzar un nivel compositivo superior al que estaba mostrando. El contraste que dejaba ver la museografía, en cuanto al ordenamiento iconográfico de algunas obras, así lo corroboraba… Yo intuía, incluso, que la verdadera carga expresiva podía radicar en el tratamiento dibujístico de las figuras; en el protagonismo simbólico de los rostros, y no en la interacción entre estos y los espacios abordados desde una cierta convención expresionista. Me percaté de que el artista estaba en condiciones de prescindir de aquellos recreos ambientales, desplegados alrededor de los retratos; de las frases complementarias, enfáticas, colocadas en algunos de sus extremos, y que nada de ello tendría una influencia nociva en la capacidad denotativa de la composición. Le comenté sobre mis apreciaciones al respecto y recuerdo que me correspondió con una mirada de beneplácito y complicidad. Creo que fue en ese preciso instante de anuencia, de consentimiento recíproco, cuando se sentaron las bases para una relación empática y de intercambio profesional, que ha ido consolidándose durante los últimos meses.
Había un grupo de rostros en aquella exhibición de Santiago de Cuba que se proyectaban desde una perspectiva aérea. Tanto el artista como el espectador podían escudriñar el semblante y parte del cuerpo del sujeto desde lo alto, en contrapicado; un concepto que rememoraba con suspicacia el abordaje de la anatomía y los ángulos perceptuales de las pinturas muralistas del Renacimiento, o al menos lo que corresponde a esa suerte de “vigilia celestial”. Aunque llevaba años viendo curiosos retratos realizados por artistas jóvenes a lo largo del país, creo que en escasas oportunidades había visto trabajados realizados desde enfoques tan peculiares y evocativos como este. Había un lienzo de gran formato que sobresalía entre todas las demás piezas, y en el que estaba representado un joven con gafas y gorra que miraba hacia lo alto. Con mínimos, pero efectivos detalles compositivos, Alejandro había logrado recrear los contornos y las combinaciones tonales que esa inusual postura incitaba. Le pregunté qué significación tenía para él aquella pose del retratado, y me respondió que miraba hacia arriba desde una actitud de evocación y esperanza.
En otro espacio de la galería colgaban unos cuadros de pequeño formato, elaborados mediante el procedimiento del scratchboard; un método que consiste en dibujar con un objeto puntiagudo sobre una cartulina laminada (de color negro en su caso específico), sobre la que se va develando la imagen mediante la acción de rallado. Aunque Alejandro me aclaró que hacía muy poco tiempo que había descubierto los beneficios técnicos de este recurso, el resultado final de las piezas ponía de manifiesto lo rápido que los había llegado a dominar. Eran estas en realidad las obras más acabadas y sugerentes del proyecto Silencio.
Durante un largo rato, dentro del propio recinto expositivo y luego conversando amenamente en el café del complejo cultural René Valdés Cedeño, Alejandro y yo estuvimos haciendo un balance curatorial detallado del proyecto Silencio, de sus aciertos y desaciertos; y sacamos en conclusión de que había dos recursos esenciales en los que se integraban de manera orgánica lo conceptual y lo formal; y en los que podía avizorarse un camino de continuidad evolutiva. En primera instancia estaba la implementación de un retrato de personalidad extremadamente sintético: hecho con ínfimos recursos estructurales; en los que se apelaba a interrelaciones minuciosas entre el blanco y el negro, las luces y las sombras; un tipo de proceso donde el artista tenía la posibilidad de expandir al máximo su vocación y destreza para el dibujo. Y en segunda instancia, contábamos con la re-incursión en un género pictórico que no tenía como objetivo primordial la sobredimensión psicológica o estética de determinadas personas, sino el establecimiento de una alegoría visual mucho más abierta; plural; un juicio de valor casi sociológico acerca de la comunidad y la época histórica en las que se insertaba como autor, y con las que se sentía profundamente comprometido.
A partir de tales certezas surgió la idea entonces de llevar a cabo un proyecto curatorial conjunto, el cual logró materializarse más rápido de lo que teníamos pensado. No había transcurrido todavía un año de nuestro encuentro en el oriente del país, y ya Alejandro me estaba escribiendo un mensaje por Whatsapp para informarme que le habían aprobado una exposición en la habanera Galería Galiano y deseaba que yo fuera el curador; que trabajaríamos con los perfiles definidos a partir del análisis de la curaduría de Santiago de Cuba. Con una rapidez inusitada comenzó a producir y a mandarme fotografías de los retratos. Desde los primeros envíos hechos por él, me percaté de que se iba materializando con efectividad esa noción del “retrato colectivo”. Llegamos al acuerdo de que debería realizarse una buena cantidad de ellos para dar una sensación de multitud y poder cubrir la mayor cantidad de paredes de la Galería Galiano. Aunque la cifra era bastante pretensiosa (alrededor de 1000 piezas), había que ser lo más selectivo posible a la hora de escoger a los retratados, para que ellos encarnaran una determinada gama de prototipos sociales; cuyo fundamento de decantación se concentraría, como es obvio, en el status cívico del autor y su sistema de valores. No por gusto Alejandro decidió incluir un autorretrato dentro del inventario; que no tendría realce alguno, pero sí nos revelaría indicios sutiles sobre su protagonismo perceptual y analítico.
Dedicamos varios mensajes y conversaciones telefónicas para intercambiar opiniones sobre la estrategia de selección de los sujetos y los distintos matices simbólicos que debían adoptar. Alejandro me confesó que había sostenido varios debates intensos sobre el tema con amigos cercanos, y que ello le estaba ayudando a esclarecer un grupo importante de ideas. Al final arribamos a la conclusión de que debería establecerse un universo de retratos que no estuviera solo condicionado por el criterio de semejanza y complicidad, sino también por el sentido de pertenencia e identificación comunitaria. Por eso entre las imágenes recreadas se podía verificar un amplio espectro de caracterizaciones, que iban desde los individuos más afines al artista –familiares, amigos, colegas del arte, vecinos…– hasta algunos más distantes, pero igual de emblemáticos: como obreros, médicos, policías, músicos, abogados, barrenderos, vendedores ambulantes… Con la peculiaridad de que una buena parte de los representados daba la impresión de estar bastante cerca de Alejandro desde el punto de vista generacional. Esa prominencia de jóvenes dentro del conjunto contribuiría lógicamente a elevar el carácter expectante de los retratados, un asunto que le interesaba priorizar a toda costa.
También coincidimos en la idea de que, para la museografía, los retratos debían estar enmarcados todos en blanco; distribuidos en varios grupos por la galería; con una mínima separación entre unos y otros para exaltar ese efecto de concurrencia, de conglomerado. De igual modo pensamos en la alternativa de cubrir de color negro todas las paredes donde serían colgados. Ello crearía una correlación interesante, sugestiva, entre el fondo negro de las paredes, los marcos blancos del cuadro, y la atmósfera oscura del retrato trabajado en scratchboard. Se reforzaría con ello, además, ese cotejo entre el individuo y la colectividad; lo singular y lo cotidiano; la pesadez e ingravidez de las imágenes; entre la naturaleza racional y crítica de la persona, y su sentido de fe, de abstracción espiritual.
A la altura de esas definiciones, ya todos los retratos hechos por Alejandro tenían en común que miraban hacia el cielo. Algunos de forma más directa, con la vista y la expresión del rostro cuajados de claras expectativas; mientras que otros parecían mirar de soslayo, desde una conducta más escéptica, elusiva. Pero, independiente del porte o el grado de intensidad con la cual los retratados exploraban la altura (parábola de las disímiles perspectivas con las que evalúan su propia realidad), podíamos reconocer en todas las imágenes la prominencia de una metáfora que comenta acerca de las aspiraciones del ciudadano insular, de sus propósitos o anhelos a mediano y largo plazo. Desde mi punto de vista, la eficacia del recurso retórico implementado por Alejando en esta oportunidad, su mejor coartada de inducción, radicaba precisamente en esa mezcla suspicaz que revelan los retratos entre lo terrenal y lo divino, lo tangible y lo inmaterial; en la multiplicidad de modos y afectaciones con las que los sujetos se entregan a esa clase de interacción simbólica.
En pleno proceso de gestación de la muestra tuvimos la oportunidad de probar la eficacia de nuestros razonamientos curatoriales. Alejandro Lescay decidió participar en el concurso para jóvenes menores de 35 años, Post-it 7 (2020), que organiza cada año la Galería Galiano con el auspicio de su entidad matriz, el Fondo Cubano de Bienes Culturales (FCBC). Preparamos una versión reducida del proyecto con todo su material de fundamentación adjunto; lo enviamos al certamen, y resultó elegido para integrar la exhibición colectiva que se llevaría a cabo en versión digital, motivada por la situación coyuntural de la Covid-19.
Por supuesto, lo que comenzó con una carga simbólica relacionada con el tema de la pretensión o el empeño social, obtuvo de manera gradual el impacto de la contingencia epidemiológica en la que quedaron sumergidos el mundo y el país por esos meses. Aunque él no lo hubiera pretendido así, sus retratos comenzaron a adquirir otro matiz dramático; a cargarse de otra gravedad interpretativa de cara al espectador. Todos los arquetipos sociales que integraban su afanoso “retablo de época”, en especial aquellos que se vislumbraban optimistas y escépticos, intrépidos y pusilánimes, se estaban viendo forzados a experimentar un reacomodo, un aplazamiento súbito de sus programas de vida. La trágica disyuntiva afectaba a todos por igual. Aun cuando las imágenes no develaban de forma directa las señales o huellas de esa readecuación en el orden personal, sí “cargaban” con el estado de incertidumbre, de distancia y reclusión generado por la presencia expandida del virus. El ciclo alegórico de lucha y resistencia se cerraba aún más sobre sí mismo; fluctuaba ahora entre dos condicionamientos muy frágiles: el social y el existencial. Pero en cualquiera de los enfoques –y como importante valor agregado– nunca se llegó a ver disminuida o resquebrajada en esos retratos la intención de análisis, de especulación abierta, diversificada; y sobre todo la voluntad de diagnóstico; el espíritu optimista, de restablecimiento, con el que en un inicio fueron encarados.
David Mateo / La Habana, octubre de 2020