Alejandro Lescay, bitácora de la imagen
Por David Mateo
Creo haber sido uno de los primeros especialistas que pudo documentar en los medios especializados ese periodo de crecimiento dinámico de la obra de Alejandro Lescay Hierrezuelo dentro del género del retrato durante la segunda década del dos mil, y sobre todo la transición rápida hacia el que constituye -hasta el día de hoy- su más eficiente artificio técnico: el scratchboard.
Si intentara ser más preciso dentro de su cronología evolutiva, me atrevería a asegurar que fue en la experiencia pictórica sobre lienzo desarrollada en el trascurso del año 2019, de la que se nutrió el proyecto curatorial Silencio, donde comienza a corroborarse la solidez de las estrategias compositivas que muestran en la actualidad muchas de sus representaciones. Creo que el empleo de los grandes formatos favoreció la percepción clara de semejantes avances.
Por esa etapa ya se revelaba su singular abordaje de la figura humana, con planos concebidos en picada o que iban del medio cuerpo hacia la altura del rostro; el planteamiento de una fisionomía que alterna la pincelada neoexpresionista sugerida, gestual, con el remarcado de ciertos detalles del dibujo relacionados con la identidad física y la impresión del sujeto; el histrionismo de los ambientes a partir del contraste entre zonas de claridad y penumbra. También se podía constatar la intención indagatoria en los sujetos desde el punto de vista espiritual y anímico; el despliegue en varios de ellos de una mirada huidiza, esquiva, en señal de búsqueda o interrogación, y en algunos casos dirigida hacia el cielo en simulacro de ruego.
Podríamos mencionar también otro detalle, quizás no tan detectable en todas las imágenes; pero igual de significativo para evaluar la producción de ese periodo. Me refiero a la interacción social que Alejandro aseguraba tener con una buena parte de los representados y el deseo de ir extendiéndola hacia otros personajes atípicos de su comunidad. Era evidente la disposición a desplazarse, como una especie de cronista, de un entorno de indagación allegado, familiar, hacia otro más distante o ajeno, seguro de las coincidencias que podría descubrir asociadas a las disyuntivas sociales y las aspiraciones de vida. Una interrogante parecía condicionar su desplazamiento artístico en tal sentido: ¿Qué circunstancias inusuales podrían estar reconfigurando esa concomitancia simbólica entre los estereotipos sociales?; ¿De qué forma encararla desde la perspectiva del creador visual sin parecer rudimentario o inocente?
Hago énfasis en este aspecto porque creo que resulta crucial para entender el camino discursivo trazado hasta la fecha por Alejandro Lescay Hierrezuelo, los niveles de perspicacia que ha ido implementando dentro de su entramado alegórico. Considero que, sin exabruptos o tonos altisonantes, Alejandro ha ido madurando una capacidad de reflexión relacionada con el terreno de la especulación sociológica. Sin embargo, sus modos de indagación en el contexto se van implementando de forma gradual, moderada; no han tomado el atajo de los precondicionamientos o estereotipos metafóricos de otros artistas de su generación. Contrario a lo que pudiera pensarse, considero que esta postura comedida lejos de ralentizar el despliegue de sus acciones vinculadas al compromiso social, lo que ha hecho más bien es irlas conduciendo por un derrotero de mayor credibilidad y funcionalidad argumental.
Alejandro arriba a valoraciones sobre la realidad de manera personal, a cuenta y riesgo; no documenta con presunción o de forma peyorativa las problemáticas y tensiones del contexto social, ni las actitudes extremas a las se ven forzados muchos de los sujetos que en él coexisten. No reclama ni exige de forma presuntuosa una reacción de parte de esos personajes estoicos que abundan a su alrededor; por el contrario, comparte sus vivencias cotidianas, las visibiliza y reinterpreta de manera sublime. Su estado de conciencia crítica se apoya en el intercambio reservado, discreto; se acerca al objeto de representación con la voluntad de no ser inoportuno, de no contaminar la tensión de la escena; y sobre todo con el propósito de extraer de esa experiencia de hurgamiento un conjunto de pruebas irrefutables para adoptar después una postura determinada.
En ese año 2019, que he señalado al principio de este artículo como decisivo dentro de su desarrollo y legitimación pública, el trabajo con los rostros humanos se mostraba bastante avanzado ya en cuanto a los artificios técnicos y las fórmulas expresivas esenciales. Sin embargo, la construcción de los ambientes histriónicos complementarios, que ahora cualifican su obra, basados en la interacción entre planos de claridades y penumbras, todavía se encontraban en vías de perfeccionamiento. Recuerdo haberle comentado por aquella fecha que los personajes de sus lienzos parecían sumergidos dentro de un estallido neoimpresionista de efectos gestuales y tonales que, en vez de acentuar la carga simbólica de su situación o contingencia concreta de vida, lo que hacía era más bien otorgarle un aura general de indeterminación y levedad.
Fue la decisión de incursionar en el procedimiento del scratchboard, de cuyos resultados estuvimos también al corriente con la muestra Silencios, lo que acabó de ofrecer las claves técnicas para reforzar el dibujo de las figuras y los rostros humanos y su vínculo con los entornos escenográficos. Recuerdo que comenzó trabajando con cartulinas de formatos reducidos, en las que apenas podía recrear algunos rostros y esbozar una mínima atmósfera de oscuridad tras ellos. No tenía entonces acceso a otras dimensiones mayores y su preocupación básica era conseguir el material a cómo diera lugar. Buscaba por su cuenta, sin descanso, y recurría a los amigos que viajaban hacia el exterior. Cuando la situación de acceso al soporte comenzó a estabilizarse, la producción fue creciendo y se hizo cada vez más evidente su destreza inusual para el dibujo con el bisturí de manualidades. Un par de proyectos expositivos fueron suficientes entre el año 2020 y 2021 para comprobar cómo las metodologías de su trabajo iban enriqueciéndose con el proceso de raspado y reserva sobre los fondos de tinta oscura; cómo iba adquiriendo habilidades en el balance de los tonos de negro y blanco, las gradaciones de iluminación y penumbra dentro de la escena, contrapesos que hoy ya constituyen sus recursos visuales más preciados. Su participación en el Concurso Post-it 7 (2020) y luego su exposición personal en la Galería Galeano (2021) sirvieron de colofón a toda esa etapa rotunda de perfeccionamiento.
Desde la fase inicial del trabajo combinado entre el dibujo y la pintura sobre lienzo de mediano y gran formato, allá en su tierra natal, ya se gestaban comentarios favorables sobre las aportaciones que hacía Alejandro al linaje Lescay dentro de las artes visuales locales. “Hijo de gato caza ratón”, leí en algún que otro artículo escrito en ese periodo. Pero podríamos afirmar que, con los trabajos en scratchboard, esas consideraciones no solo refuerzan su valía en los predios de alcance nacional, sino que mediante ellos Alejandro va resumiendo un perfil, un sello iconográfico con el que se distingue dentro de ese “abolengo visual” del que proviene.
La exposición que presentó en galería Máxima, de La Habana, hacia finales del 2024, y que ahora en enero de 2025 está mostrando en la Galería René Valdés de Santiago de Cuba, es el proyecto que a mi juicio cierra un ciclo en toda esa importante etapa de consolidación conceptual y formal del dibujo con el scratchboard experimentada en los últimos años. Por una parte, el evento ratifica su condición de artista virtuoso; activa el interés del circuito del arte y del ámbito del coleccionismo por este tipo de producción manual que realiza; y lo ubica en una posición relevante dentro de los escasos creadores de la isla que practican la expresión, lo mismo desde el punto de vista de la exigencia técnica que desde las pretensiones compositivas y de escala. Por otra parte, esta curaduría corrobora la aparición de otras perspectivas de trabajo que amplifican la funcionalidad de su propuesta. La primera que habría que resaltar es esa que tiene que ver con los aportes técnicos y compositivos que ha logrado Alejandro Lescay con su trabajo sistemático en el scratchboard, y que ahora comienza a trasladar, con eficaz concordancia, hacia los soportes pictóricos mediante el uso del acrílico y el procedimiento del pastel. Pocas veces es visto a un joven artista cubrir de manera ágil, diligente, un lapso de intercambios y prestaciones entre la producción de papel y lienzo, con el reacomodo mínimo de algunas herramientas, artificios y formatos. Me atrevería a especular incluso que, con esa readecuación de un soporte a otro, el artista podría estar entrando en una concepción estructural, en una maniobra figurativa, que podría tipificar su trayectoria artística por un buen periodo de tiempo.
Con esta muestra de Máxima, que lleva el título sugestivo de “Limbo”, también asistimos a una diversificación de los diseños compositivos. Ya no se trata solo de ángulos concebidos desde la altura, concentrados en el rostro humano, en la fuerza expresiva de un retrato, sino también del abordaje de nuevas y más atrevidas situaciones escenográficas; poses de cuerpo entero en interacción directa con el medio, que enriquecen la carga especulativa de la escena; algunas de ellas hasta nos hacen creer en la posibilidad de una transición técnica que podría ir del abordaje de la figura humana hacia la práctica del género paisaje como expresión dominante dentro del cuadro (lo mismo citadino que rural). Los individuos ya no solo aparecen en acto de súplica o esperanza, sino también en posturas absortas, meditativas, reposados sobre objetos o rincones emblemáticos: el banco de un parque, el muro de un malecón, una escalera, una mesa desocupada del hogar… Como en las puestas de un teatro, la luz parece caer en vertical sobre el protagonista y comienza a abrirse tímidamente hacia los otros rincones del plató. A veces uno siente que los personajes están concentrados en una especie de monólogo interior, sumidos en sus soledades y angustias, ajenos a la mirada imprudente del que observa; y si nos dan la espalda es para atisbar otros horizontes, otras expectativas que, aunque no parecen visibilizarse simbólicamente dentro de la escena -diluidos en la “turbiedad” de lo oscuro- no resultan difíciles de intuir dentro del universo confidente y furtivo de la imaginación.
David Mateo
México/La Habana/23 de noviembre de 2024
(Retrato fotográfico del artista en home page de Artcrónica por Corinne Jmr)